…Y, como si participaran del paroxismo de los contenedores, también los cielos se partieron y abalanzaron encendidos como una multitud de fulguraciones que los envolvieron tiñéndolos de manchas azules y violetas, transformándolos a todos, dividiendo cada uno de sus gestos, fraccionándolos, como si se tratara de sombras azules en una película; eso pensó Tacha, y fue cuando se vio pasar a sí misma en alguna esquina de la lluvia, ella misma frente a ella, pero no tenía el pelo negro sino blanco, el pelo de una vieja de trescientos años, y, sin embargo, era ella, una niña, pero extraña, acaso solamente parecida a ella, de nueve años, con un pelo de trescientos años, y vio que ella misma, en la distancia, se despedía de ella; se vio a ella misma despidiéndose de ella con la mano.
Fue entonces cuando se acometieron, cuando se arrojaron, como si de improviso experimentaran odio y terror de sí mismos, desconociéndose mientras chocaban.
Aún cimbraba el dolor en su cuello. Cetina elevó su brazo y de un solo vistazo contempló a sus enemigos. Pensó que ella era la causante de toda su derrota, que ella había gritado “Desínflelo”, que ella estaba feliz; pensó en Tacha y la odió y cerró los ojos y apretó los dientes y dejó caer sobre ella el ladrillo, con todas sus fuerzas. Y fue como si aquel ladrillo estrellándose en el pecho de Tacha explosionara y los arrojara a todos de sí. La oyeron gritar como un lloro y luego sólo se oyó la lluvia, inesperadamente apaciguada, como un fin…
Evelio Rosero Diago
Pelea en el parque
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